Entramos en una de esas tiendas enormes en las que hay ropa para todos, de todos los estilos y a un precio razonable. Mientras yo me entretenía en la sección de señoras talluditas, él se perdió por la sección de caballero en la que, ahí sí, hay para todos los gustos y todas las edades.
A mí el tiempo se me pasa volando viendo trapos así que no sé lo que tardó él en encontrarme para preguntarme si le compraba los calcetines que ya traía en la mano.
Los calcetines tenían bordada una imagen muy graciosa del extraterrestre favorito de todo el mundo –o eso pienso yo- pero tenían un grave problema: eran blancos.
– No cariño, esos no. Yo te regalo unos calcetines, pero esos no.
– Es que son esos los que yo quiero.
– Pues busca otros porque yo no te voy a comprar unos calcetines blancos.
Y no se los compré. Y se enfadó. Y llegamos a casa y seguía enfadado, muy enfadado.
Y por fin me habló: – “Es que no lo entiendo mamá, ¿por qué no me puedes comprar unos calcetines blancos?” –
Entonces le conté que, cuando yo tenía su edad, en Burgos había dos discotecas que estaban una al lado de la otra.
En una podías ir vestido y calzado como quisieras. A la otra, si llevabas calcetines blancos, no te dejaban pasar. Mis amigos y yo íbamos a la segunda.
– Pues menuda tontería mama.
– Pues sí hijo sí. Una tontería, pero es que cuando yo tenía tu edad éramos capaces de valorar a las personas por el color de los calcetines.
– A la discoteca a la que yo voy esta noche – interrumpe mi hija – no pueden entrar los chicos que llevan piercings.
Y así se escribe la historia: en los ochenta los malos llevaban calcetines blancos y ahora llevan piercings.
No hemos aprendido nada.